María Santísima del Amor Doloroso

María Santísima del Amor Doloroso es una talla atribuida al escultor Antonio Asensio de la Cerda, quien la ejecutó en 1771. De bellísimo gesto y delicada expresión de dulzura, refleja en su rostro el amargo dolor causado por la Pasión de su Hijo, a quien sigue en su ascenso hacia el Gólgota. Su datación viene fijada por la fecha grabada en la hoja de la daga o puñal de plata que la imagen posee desde sus orígenes, con marcaje del platero Juan Nepomuceno Ximénez de Enciso.

En su interpretación iconográfica presenta el sentimiento de su dolor, recogido y silente, de pie, mirando al suelo, con las manos entrelazadas como muestra y señal visibles de la contención y resignación infinitas. Responde a la tipología de las imágenes llamadas ‘de candelero’, esto es, proclive a completar su discurso simbólico e iconográfico con el indispensable complemento de las prendas y atributos que la ornan. Mide 1,65 metros desde la cabeza hasta el suelo. Está realizada en madera de pino de Flandes, presentando talladas la cabeza, cuello, región escapular y manos. Junto a ello incorpora ojos de cristal, dientes de marfil y seis pequeñas lágrimas que caen por sus mejillas surcando su rostro; siendo restaurada en 1977 por Luís Ortega Bru.

Recientemente, se ha dado a conocer la existencia de un clan familiar, compuesto por tres escultores emparentados entre sí por vía directa, completamente desconocido aunque de incuestionable prestigio en el contexto artístico andaluz del siglo XVIII. La inmediata repercusión de este acontecimiento radica en el hecho de que a uno de sus componentes se le atribuye la autoría de María Santísima del Amor Doloroso. La línea de esta saga parte desde el cabeza visible y verdadero referente de la familia, Pedro Asensio de la Cerda, cuyo hijo, Vicente, y hermano, Antonio, juegan el papel de colaboradores, discípulos o, bien, seguidores de su arte; ya sea vinculados al taller o plenamente emancipados del mismo –en el caso del último de ellos-, en pos de la continuidad y expansión, incluso más allá de las lindes de Málaga, de unas pautas estéticas, una factura y unos tipos artísticos de particular carácter. En este punto, si su hijo Vicente Asensio perpetúa el prestigioso taller paterno en la capital, Antonio Asensio –hermano y tío respectivamente de los anteriores- fue un artista nómada cuyo radio de acción abarca varias provincias.

El paso de los años y la ignorancia suelen ser agentes particularmente negativos para las obras de arte. Una continuada serie de desafortunados repintes llevados a cabo por Mario Palma Burgos y Antonio Leiva Jiménez, entre otros atrevidos artesanos, desfiguraron el expresivo rostro de María Santísima del Amor Doloroso, en el que podían apreciarse grandes abultamientos que embrutecían su fisonomía. Especialmente nefasta se revelaría la intervención de este último que, en lo tocante a la película pictórica, se reveló como completamente irreversible hasta el punto de hacer irrecuperable la carnación original.

Todo ello revertiría en la restauración que el escultor sanroqueño Luis Ortega Bru efectuaría a la mascarilla y estructura interna de la Dolorosa. El 8 de febrero de 1977 la imagen fue enviada al estudio que el artista tuvo abierto en la villa madrileña de Vicálvaro. Aparte de someterla a un tratamiento para la protección de la madera –que, según el dictamen del escultor “ha perdido su savia natural, está tasmada”-, lijado y reposición integral de la policromía y aparejos y ajuste de proporciones entre la cabeza y el cuerpo, el escultor también intervino sobre la maltratada fisonomía, devolviéndole su prístina belleza y aportándole algunos matices personales.

Aunque en ningún caso se trató de una intervención científica, tal y como exigen los criterios actuales, la labor del escultor sanroqueño intentó basarse en unos parámetros conservadores tendentes a eliminar los repintes y las sustanciales alteraciones del modelado provocadas por las inexpertas intervenciones anteriores. En semejante tesitura, Ortega Bru procuró actuar de cara a una repristinación de la efigie que, a la vista de lo perdido, le permitiese mantener los rasgos escultóricos definidores de su fisonomía primigenia, aunque la nueva policromía terminase aportándole algunos de los matices inherentes a su propia poética personal, especialmente visibles en las pobladas cejas de entonación parda que potencian el efecto penetrante y acuoso de la mirada y el contraste pictórico con las nacaradas carnaciones. Además de eliminar los recrecidos del modelado, Ortega Bru también resanó las manos acoplándolas a un tronco y brazos de nuevo cuño. En 1992, Estrella Arcos Von Haartman, reparó pequeñas fisuras en la parte del cuello y limpió la suciedad acumulada en algunas superficies de la encarnadura.

Artísticamente considerada, María Santísima del Amor Doloroso evoca una interpretación sublimada de un tipo femenino idealizado y poseedor de un precioso rostro, del que emana una delicada expresión de dulzura. El óvalo facial se haya ligeramente apuntado por la zona de la barbilla. La traza recta de la nariz introduce un elocuente contraste lineal y volumétrico con el suave modelado de los restantes rasgos. Es indudable que las convicciones estéticas de Luis Ortega Bru resultaron decisivas, como se ha dicho, a la hora de repristinar el aspecto de la escultura. Sin embargo, la huella del temperamental artista sintoniza con una serie de peculiares grafismos, entre ellos, la sensualidad impresa al contorno de los pómulos y a la interpretación de la boca, con los labios muy dibujados, carnosos y ligeramente hendidos por las comisuras.

Asimismo, representa el triunfo del delirio preciosista netamente dieciochesco, al evocar el trasunto de la mujer joven y delicada, cuya expresión sufriente hay que relacionar más con una fragilidad natural que con un verdadero estado de tensión dramática. De ahí, el recurso a soluciones eminentemente formales para revelar al exterior una emoción contenida en una atmósfera de hondo lirismo. Iconográficamente, el bellísimo gesto de María Santísima del Amor Doloroso viene acompañado de su adecuación y ajuste a la composición primitiva. Esto es, la representación de María reflejando en su rostro el amargo dolor causado por la Pasión de su Hijo –en comunión con el trasfondo iconológico de su advocación–, a quien sigue en su ascenso hacia el Gólgota. En conexión con las pautas al uso en las Dolorosas coetáneas, las manos orantes subrayan la caída e inclinación de la cabeza hacia el lado izquierdo, acompasando la mirada afligida y la expresión sumisa y sollozante. Las manos conservan las carnaciones originales dieciochescas.